Juan Rojo Moreno
Jordi Ibáñez Fanés publica en 2020 “Morir o no morir. Un dilema moderno”, obra muy sugestiva y que desde luego recomiendo y que en este caso nos va a servir como referencia (pero no es un resumen de la misma)[1].
Creo que son especialmente interesantes dos aspectos que plantea:
En primer lugar, la posibilidad que nos da la tecnología actual de “plantearse”, por lo menos, el que se llegue a que la “muerte natural” no sea un punto inexorable.
Hace 50 años no era planteable de una manera razonada desde la tecnología sino solo como ciencia ficción.
La llegada del “otro mundo” sería -señala Ibáñez- el advenimiento de un suave utopismo tecnológico, feminista, solidario, comprometido con las tareas de cuidado y solidaridad.
Muchas utopías lo son porque en algún momento de la historia personal o universal, se ha estado cerca de “alcanzar” ese punto deseable que se considera cercano a la perfección. Por esto la RAE define la utopía como doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización, y también como representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano.
Pensamos que el avance tecnológico y la bondad universal que mejoró de manera significativa en los últimos decenios del XX y en los primeros años del XXI iba a seguir de forma indefinida. Ya señalaba Bertrand Russell[2] que “hay dos maneras de escribir sobre el futuro: la utópica y la científica. La científica trata de descubrir lo probable; la utópica expone lo que le gustaría al autor”, pero muchas cosas que eran utópicas solo hace treinta años ahora se ven al menos probables.
En estas casi tres décadas del XXI hemos podido ver como una ideología fanática casi consigue crujir a los países democráticos, y a otros no tanto, que han tenido que hacer grandes esfuerzos para terminar con el poder del autodenominado “estado islámico”, luego una pandemia casi acaba con las economías y los proyectos de medio mundo, y luego la tecnología permite que “a distancia” países como Rusia o China puedan “conquistar” zonas terrestres que consideran de su propiedad.
Todo por el bien de la tecnología. Es evidente que si Ucrania hubiese tenido un poder tecnológico, y se entiende que también armamentístico, mayor que Rusia, nunca habría sido invadida por ésta y destrozada a tabula rasa.
El progreso, siempre el progreso, ahora tecnológico, ¿Pero qué meta tiene el progreso? No se puede definir ni sabemos si es deseable o no, por su propia indefinición. ¿Es el saber la meta del progreso? ¿Y qué ocurrirá cuando ya se sepa todo o cuando ya no se pueda saber más?, ¿Y cuándo nuestros recursos para la investigación se hayan agotado o los instrumentos para la investigación hayan alcanzado el límite de la perfección ya insuperable? No podemos demostrar que es imposible llegar al punto en que nuestro conocimiento no sea capaz de avanzar más. Y puede que entonces estemos en la situación de “perfectibilidad”, y ésta sea completamente insatisfactoria. La idea del Progreso humano, al igual que la de la Providencia o la de la Inmortalidad personal, es una idea verdadera o falsa y a semejanza de aquellas -dice Bury- no puede probarse su verdad o falsedad. Creer en el progreso exige un acto de fe. Fe en que el progreso continuará indefinidamente[3]. (Para ampliar este tema ver aquí)
Señala Ibáñez que “en nuestra peculiar modernidad, las únicas revoluciones que parecen prevalecer en el horizonte son las tecnológicas y las biomédicas, así como la lucha por la supervivencia en un hipotético apocalipsis medioambiental” [que dicho sea de paso cada vez lo vemos más cerca]. En relación con esta última no hay más que ver los incendios “como nunca” y también “como no se habían visto antes” inundaciones, sequía en México, en Centroeuropa y hasta un “mini sunami” en el Puerto de Santa María (Cádiz, España) que ha inundado repentinamente la playa arrastrando todo lo que había.
Desde luego no hay que salvar al planeta, que él mismo sabe salvarse, lo que hay que salvar es quizá a la mitad de la raza humana (si no a más) que sean capaz de sobrevivir en el planeta que se haya autodefendido o autorregulado. Si solo con el problema de los cereales ucranianos y del gas ruso ya está medio mundo temblando… veremos cuando no sean países sino el planeta quien haga temblar a la humanidad.
Para terminar este primer apartado traemos la cita que hace J. Ibáñez de Peter Thiel “el gran reto del futuro no pasa por la globalización, sino por la tecnología” lo cual se traduce -señala Ibáñez- en que el gran reto del futuro no es lograr lo imposible, que el crecimiento y el bienestar sean globalmente sostenible, equitativos y que toda la humanidad pueda vivir con estándares de bienestar propios del mundo desarrollado, sino cómo lograr que la tecnología permita resolver los problemas y los conflictos. Y así en este camino el sueño tecnológico es también la abolición de la muerte como hecho natural, de manera que el modo o momento de morir sea una cuestión tecnológica, de estatus social, de nivel cultural y económico.
Es decir que la tecnología permita una longevidad “sana” de cientos de años, aunque como indica Ibáñez (comentando las ideas del politólogo Francis Fukuyama) en este mundo “poshumano” consecuencia de la revolución tecnológica ¿es creíble que se alcance la posibilidad real de vivir edades bíblicas con una excelente calidad de vida y que esté al alcance de todo el mundo? O ¿habría una población con derecho a la longevidad y otra obligada a una esperanza de vida ordinaria? Entendiendo la senescencia como una enfermedad más ¿sería solo una medicina de lujo para ricos? [¿y ciertos políticos?, podríamos añadir].
Un video representativo de esto (hay actualmente muchos) es éste sobre “la muerte de la muerte” de José Cordeiro (aquí).
En segundo lugar, el planteamiento de qué hacer con los ancianos ya lo dijo en (2013) el ministro japonés de finanzas Taro Aso.
Pidió a los ancianos “que se den prisa y se mueran” para así aliviar la carga fiscal que originan por su atención médica: “clamó contra las unidades de reanimación y los tratamientos para prolongar la vida”, según el diario The Guardian, que le cita explicando que le sentaría mal que le ayudaran a prolongar su vida, más si cabe sabiendo que ese tratamiento lo paga el Estado. Taro Aso, ministro japonés, sobre los ancianos: «¡Que se den prisa y se mueran!» (telecinco.es).
Ciertamente China pasó de tener una población de 400 millones a principios del siglo XX a una de1.300 millones a final de ese siglo y la política del hijo único abandonada en 2015 (instaurada en 1979) ha hecho que sea una población envejecida. Es muy interesante leer el análisis que hace “Mohorte “ en este artículo : “De dónde surgió la política de hijo único en China y qué consecuencias ha tenido” (aquí) y también se puede ver en Wikipedia “política del hijo único” (aquí).
Quizá no llegue el problema a tanto si se para el crecimiento exponencial de la población, pero imaginemos que en vez de 7.800 millones de habitantes, ahora, somos 14.000 millones y hay pocos recursos para mantener un “aceptable” progreso social (aquí se puede ver un contador constantemente actualizado de la población mundial ¿sobrarían los ancianos como propone Taro Aso? Quizá los chinos hayan conseguido con una dictadura y su política de “hijo único” frenar su crecimiento exponencial, pero qué haríamos en sociedades que no se transformen en dictaduras autocráticas?
No puedo desarrollar mucho el tema sin repetir una y otra vez las frases de J. Ibáñez, por lo que este apartado va a ser corto y solo voy a entrecomillar un par de párrafos del autor que indican claramente cuál es el problema, y que desarrolla magistralmente.
Señala Ibáñez: “pocos ancianos soportarían un chantaje moral que confrontase su obstinación en seguir viviendo con la merma de recursos para el futuro de sus nietos, por ejemplo, y menos aún si esa presión se hiciera desde estándares morales asumidos y bien vistos por la sociedad o la comunidad, no solamente por la familia ¿es algo demasiado monstruoso para que pueda suceder?”
Y también comenta: “¿Acaso no podría considerarse una forma de “respeto” el convencer a los mayores de que ya les ha llegado la hora de partir y ayudarles a ello? Pensar históricamente se rige por principios y valores en permanente mutación”.
Recomiendo sobremanera leer esta obra de Jordi Ibáñez Fanés, profesor del departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.
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[1] Ibáñez Fanés J. Morir o no morir. Un dilema moderno. Anagrama editor, 2020
[2] Bertrand Russell. Ciencia, filosofía y política. Ensayos sin optimismo. Editorial Aguilar, 1968.
[3] John Bury. La Idea del Progreso. Alianza Editorial, Madrid, 1971.