Juan Rojo Moreno
El problema del estigma en ciertas enfermedades ha sido reconocido desde muy antiguo. El término estigma, fue definido por el sociólogo canadiense Erving Goffman en 1963 y se refiere a una condición, atributo, rasgo o comportamiento que hace que su portador sea incluido en una categoría social, hacia cuyos miembros se genera una respuesta negativa y se les ve culturalmente, inaceptables o inferiores.
En su obra llamada Stigma (1963) Goffman define el estigma como el proceso en el cual la reacción de los demás estropea la «identidad normal». Goffman reconoce fundamentalmente tres motivos de estigmatización:
- la imposición de una enfermedad mental (o la experiencia del diagnóstico psiquiátrico).
- una forma de deformidad o una diferenciación no deseada.
- la asociación a una determinada raza, creencia o religión (o ausencia de ésta).
Podemos recordar lo que ocurría antiguamente con los que padecían lepra que eran excluidos de cualquier contacto humano y obligados a llevar aparatos ruidosos que informaran a la población de su cercanía para alejarse o agredirles. Un gran avance histórico se produce cuando el Padre Jofré crea en 1409, con ayuda del arzobispado y de donaciones particulares, en Valencia, un hospital para “locos e inocentes”, siendo la primera institución en la historia en la que los enfermos mentales y discapacitados eran ayudados, no para proteger a la población de ellos sino a ellos de la población.
Otras enfermedades que han originado fácil estigma y de las que se habla menos que del estigma de la enfermedad mental pero son en ocasiones muy excluyentes han sido la psoriasis , el acné (aquí) y el vitíligo o el lupus .
Los proyectos contra el estigma, señala A. Ortiz[1], conllevan acciones que atenúan el miedo de la población pero no restituyen el respeto de la persona ni su dignidad. Algunos foros en los que se proponen su participación continúan situando a la persona con enfermedad mental en un escenario en el que es observada como un espécimen exótico.
Unas y otra vez se hacen pantomimas del enfermo con discapacidad, incluso por personalidades de gran relieve social o político, siendo esto no solo lamentable sino especialmente cruel y dañino para la dignidad del enfermo mental o del discapacitado por su relevancia internacional. Cómo no recordar al Presidente de EEUU cuando en las Primarias se mofaba de un discapacitado periodista (video aquí ) o en la película acerca del Premio Nobel de Física John Forbes Nash cuando los estudiantes de la universidad detrás de él se mofan de su manera de andar, y así encontraríamos un largo etcétera.
Como señala Etxeberría (2008): la dignidad de la persona con enfermedad mental reclama su reconocimiento como persona digna.[2]
Hemos ido cambiando las denominaciones: antiguamente eran los locos, luego ya son los enfermos mentales y si apuramos más aún ahora son los usuarios de los servicios. Pero si solo los clasificamos con un diagnóstico, sobre todo si es DSM o CIE, que tiende poco a escuchar el significado que la enfermedad tiene para el paciente, entonces seguimos teniendo dificultades para evaluar el impacto que la enfermedad y su diagnóstico tiene para él como persona, que ha de estar normalizada en la sociedad. No solo integrada sino normalizada.
Podemos creer que para la sociedad solo los diagnósticos como psicosis o esquizofrenia son estigmatizantes pero no es así. Solo tenemos que oír a profesionales que trabajan en distintos campos y empresas en los que antes tienen que tomarse una baja laboral por dolor de espalda que por ansiedad. No les está “permitido” ese diagnóstico de ansiedad (menos aún el de depresión) si no quieren ser rebajados en sus puestos de trabajo. Ya no digo en los altos cargos directivos en los que dada su supuesta integridad psíquica cualquier diagnostico psiquiátrico tendría consecuencias nefastas.
Además los propios profesionales de la salud tenemos que integrar de forma gen-ética (asumida hasta nuestra profundidad interior) el trato digno y humano de las personas con cualquier tipo de discapacidad y tenemos que “digerir e integrar” en nuestro cuerpo emocional otras disciplinas afines como son el humanismo y la antropología para no convertirnos solo en científicos de las clasificaciones diagnósticas y del trato categorizado de los usuarios.
Y no es filosofía, es práctica clínica que como señala A. Ortiz: “para evitar la iatrogenia derivada de las prácticas excluyentes es fundamental crear oportunidades de encuentro entre la mayoría y la minoría… que diluya la experiencia “nosotros-ellos” en un “nosotros global” […] y la práctica clínica no puede constituir una ciencia porque la medicina carece de reglas que puedan ser aplicadas de forma generalizada e incondicional a cada caso”.
Personas inteligentes, personas con poder físico, instrumental o armamentístico, se consideran más dignas que otras personas con discapacidad. Parten del execrable error de creer que la dignidad se la confieren ellos mismo por su poder o inteligencia. La dignidad es una cualidad de la persona que lleva unido el valor profundo del respeto.
La dignidad implica el reconocimiento de la condición humana y el respeto. ¿Acaso no tiene dignidad humana un discapacitado profundo?
La dignidad no hay que dársela al enfermo mental, es un derecho de él, que es digno, y debe ser obligatoriamente considerado como una persona digna.
Puede ser que por soberbia y prepotencia algunos intelectuales y algunos “poderosos” fuesen -quizá por sus acciones y por su concepción de qué es el mundo y qué son los otros humanos- menos dignos de pertenecer a nuestra especie humana que el más afectado de los denominados “handicapped person”.
Pues como dice Hawking “nuestra especie humana no tiene un gran historial en comportamiento inteligente, pequeños hombres verdes podrían haberlo hecho mejor que nosotros”.[3]
Cierto, si en cuanto a dignidad se refiere podemos parafrasear a Gabriel Marcel: el hombre sigue siendo a pesar de sus avances científicos y tecnológicos un lobo en su lucha del hombre contra lo humano.[4]
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Solo un apunte final. El cuidado y la atención hacia la dignidad del ser humano y especialmente de los discapacitados y de los más desfavorecidos es cuestión de todos y de todas las perspectivas que la humanidad tenga. No me interesan especialmente los abanderados ideologizados que en nombre de “la dignidad” lo que hacen no es aportar ideas sino ideologías, no me interesa que solo se diga que en la “práctica asistencial se ha de situar la ética delante de la tecnología”.
Adelantemos en el siglo XXI y tanto la ética, la tecnología, la ciencia, la medicina basada en la evidencia, los sistemas clasificatorios DSM y CIE y todos los que se ocupan del enfermo psíquico, considerémoslos que deben ser incluyentes. Solo las ideologías excluyen a unos frente a otros.
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[1] Alberto Ortiz Lobo. Hacia una psiquiatría critica. Grupo 5, 2013
[2] Etxeberría Mauleon, X (2008) Perspectiva ética de la práctica de rehabilitación psicosocial. Norte de Salud Mental, 32: 31-36, 2008
[3] Stephen Hawking. Breves respuestas a las grandes preguntas. Editorial crítica, 2018
[4] En 1951 Gabriel Marcel reúne una serie de artículos y publica un libro: “El hombre contra lo humano”. Ya anteriormente el comediógrafo latino Plauto (250-184 a. de C.) dijo «Lobo es el hombre para el hombre» (en latín: lupus est homo homini) que es una frase célebre extraída de su obra dramática Asinaria y que sería popularizada por el filósofo inglés del siglo XVIII Thomas Hobbes en su obra El Leviatán (1651). Hobbes escribiría “el hombre es un lobo para el hombre” (en latín: homo homini lupus) para referirse a que el estado natural del hombre lleva a una la lucha continua contra su prójimo.