Médicos, farmacéuticos y taxistas como algoritmos obsoletos
Juan Rojo Moreno
Deduce Y. N. Harari que en el ser humano no existe el libre albedrío pues en definitiva dependemos estructuralmente, tanto cognitiva como emocionalmente, de nuestro cerebro y por lo tanto de nuestro funcionamiento bioquímico. Como al alterar este funcionamiento neurobiológico se modifican y condicionan nuestros estados cognitivos y emocionales, entonces, no hay un verdadero “Yo” regidor de todo ni una libertad real sino solo ficticia: “si por libre albedrío se entiende la capacidad de actuar según nuestros deseos…, entonces sí, los humanos tienen libre albedrío al igual que los chimpancés, los perros y los loros. Cuando un loro quiere una galletita, come una galletita”.[1]
Aun así, y sin entrar de lleno en la discusión sobre el libre albedrío, no obstante, hay al menos una diferencia entre el loro y el humano. En el ser humano el desarrollo de la inteligencia ha ido pareja al desarrollo de la conciencia y éste cuando se come una galletita no solo cumple un deseo, sino que además tiene una idea de cómo se ha fabricado y además se la come por placer, por necesidad o a disgusto si está a régimen y es una galleta muy calórica. O incluso puede comerse la galletita sin tener un deseo especial biológico sino simplemente como acompañante placentero al té o al café. A todo esto el loro, que sepamos, no alcanza.
Y en este trasfondo encarna Harari para plantear una situación del próximo humanismo: la inteligencia puede en el futuro desgajarse de la conciencia. Para él la respuesta es clara: “la inteligencia es obligatoria, pero la conciencia es opcional”. ¿Es necesaria la conciencia para conducir un taxis o para construir automóviles en una fábrica? ¿Las impresoras 3D hará mejor las casas que los albañiles, y más baratas? ¿Cuántos agentes comerciales y de viajes necesitamos si podemos organizar casi todos nuestros viajes usando teléfonos, programas inteligentes y algoritmos?
E incluso en el caso del médico generalista o en algunas especialidades médicas cuyo diagnóstico se hace teniendo en cuenta determinados datos, unas observaciones y el historial del paciente ¿no será capaz de hacerlo un ente que sea capaz en muy poco tiempo, casi instantáneamente, de conocer toda la historia vital del paciente y a la vez estar conectado con el conocimiento de todas las enfermedades y con todas las publicaciones en todas las revistas médicas? Y además no estar cansado, ni hambriento ni enfermo (en un ejemplo que refiere Harari, en un experimento, un algoritmo informático diagnosticó el 90 % de los casos de cáncer de pulmón que se le presentaron mientras que los médicos solo acertaron en el 50 %). Y esto es válido para los farmacéuticos (hay una farmacia en San Francisco de la que se encarga un único robot que canjeó el primer año 2 millones de recetas sin equivocarse una sola vez.) y también se ha abierto la primera cafetería robótica, asimismo en San Francisco, en 2017.
Claro que no es equiparable la práctica de la medicina con la actividad de una cafetería o con la expedición farmacéutica. Pero incluso en medicina, la denominada pragmática por Jores, ésta es la más accesible al recambio. No así aquella, por ahora, en la que sea necesario tener en cuenta no solo la historia vital del paciente sino la valoración de su historicidad. Pero hay ciertas especialidades que se han tecnificado tanto, se han pragmatizado tanto que serán las primeras en tener que demostrar mayor eficiencia cuando son realizadas por un humano que por un robot. La medicina basada solo en la eficiencia es la medicina más atrayente para los algoritmos no orgánicos. Y cuanto más especializada esté mejor (para el algoritmo).
Los humanos no mejorados serán completamente inútiles, refiere nuestro autor de referencia: ¿qué hacer con toda la gente superflua? Para Harari, los organismos son algoritmos y el ser humano es un conjunto de algoritmos orgánicos modelados por la selección natural a lo largo de millones de años. Hasta ahora los algoritmos no orgánicos no han conseguido superar en ciertas cosas a los orgánicos, por lo que se piensa que “siempre” quedará algo más allá del avance de los algoritmos no orgánicos. Esto puede no ser así por varios motivos entre los que hay que destacar que va todo tan rápido que la palabra “siempre” quizá signifique en realidad solo unas cuantas décadas y además no sabemos qué pasará con la interacción de algoritmos orgánicos-no orgánicos.
El nuevo transhumanismo ¿vendrá desde la potenciación o desde la compartición con los algoritmos no humanos? No lo sabemos realmente, pero dos preguntas son claras si consideramos una evolución potenciando la mente:
¿También evolucionará la conciencia alterista o el poder de la potenciación será solo hacia una inteligencia ego-sistémica?
¿El tecno-humanismo mejorará o degradará al ser humano tal como lo creemos conocer hasta hoy en día?
Muchos movimientos sociales que han aparecido en el mundo aparentan ir contra el establishment y querer dar una “nueva” solución a la dinámica universal, planetaria y social o, a veces, se centran en un estado o país concreto. En realidad se nutren, en buena medida, del descontento y de la perplejidad que en esta sociedad de la comunicación gran número de habitantes tienen ante un futuro que subraya la comunicación pero no la individuación, que potencia los sistemas pero no a los individuos, que se preocupa por el futuro global pero no por el particular. Ante esto, estas propuestas quieren ser el nuevo establishment, diciendo que ellos no lo son, que ellos son la solución, la utopía, el Ello de Freud, lo que deseamos. En definitiva lo que están movilizando es un algoritmo social que resuena con otro biológico: el algoritmo de la seguridad vital, biológica, personal.
Y esto, al fin y al cabo, no es más que biología pues, como señala Harari, cuando los biólogos llegaron a la conclusión de que los organismos son algoritmos, entonces, desmantelaron el muro que separaba lo orgánico de lo inorgánico y transfirieron la autoridad de los individuos humanos a los algoritmos conectados en red (y de aquí la importancia en todos estos movimientos de las redes sociales) y de ahí el valor de los datos de la Red.
Justo, el dataísmo da un paso más en la tecno-revolución: sostiene que el universo consiste en flujos de datos y considera que las mismas leyes se aplican a los algoritmos bioquímicos como a los electrónicos. De esta manera los algoritmos electrónicos podrían llegar a descifrar los bioquímicos y superarlos. Señala Harari como el dataísmo invierte la pirámide tradicional del conocimiento que hasta ahora era: datos-información-conocimiento- creatividad (sabiduría); pero los humanos ya no son capaces de procesar tantos datos y en este caso los algoritmos informáticos serán los encargados de procesar datos individuales, sociales, planetarios, etc. Toda la especie humana sería un único sistema de procesamiento de datos y el valor supremo es el llamado “flujo de la información” y el método, el camino para alcanzar este nivel, es por supuesto conectar “todo” al sistema. Conectar el cuerpo mediante los avances en tecnología médica, y de la información de nuestro estado corporal, conectar las casas, los ordenadores a la red, los coches, los frigoríficos, todo. Todas las Cosas y toda la naturaleza (dataísmo y conectivismo).
Esto supondría la libertad de la información, pero señala Harari: “no debemos confundirla con la libertad de expresión, ésta se concedió a los humanos…, la libertad de información, en cambio no se concede a los humanos. Se concede a la información”.
La libertad de información se está convirtiendo paso a paso en una creencia orteguiana, se da por hecha, imprescindible y autogestionable y solo en los lugares extremistas no existe. Pero para el dataísmo no hay otro camino más que “liberar datos”, compartir datos. No habría posibilidad de “existir” profesionalmente, socialmente, si no se está compartiendo e interviniendo en el “flujo de datos”. Formar parte de este flujo es formar parte de una gran familia mucho mayor, universal, y cualquier comentario o aportación puede ser vista, seleccionada en cualquier parte del planeta, valorada y compartida. Las experiencias ya no van a tener valor por ocurrir en nuestro interior, sino por ser compartidas, porque les guste a otros. La nueva consigna -según Harari- dice: “sí experimentas algo, regístralo. Si registras algo, súbelo. Si subes algo, compártelo”.
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A finales del siglo XIX se pensaba que ya estaba todo inventado, pero vinieron en el Siglo XX las Grandes Guerras Mundiales por lo que, en general, tenemos una sensación de los primeros 50 años de ese siglo no muy halagüeña, y también nuevos descubrimientos que cambiaron la concepción del mundo. Pero luego parece que todo mejoró planetizándose las relaciones, creándose la ONU, los derechos humanos, los conciertos intra e intercontinentales e Internet. Todo parecía ir hacia el comercio y al estado “mundial” cuando empezado el siglo XXI no solo recibimos datos e información sino que más bien ahora “sudamos” información y datos. Ves una tertulia televisiva y te llenan de datos (que no sirven para casi nada) y al día siguiente y al otro y al otro la misma tertulia ocupa horas y horas y vuelven a aportar datos sobre lo mismo que tampoco suelen servir para mucho. Bueno, sí sirve para “estar informados” y sobre todo para movilizar emociones. Para el dataísmo las emociones no son más que expresión de un algoritmo antiguo, obsoleto.
No sabemos cómo evolucionará todo pero por ahora lo que más dificulta la comunicación es exactamente esto: dos personas, y cada una argumenta su postura con múltiples datos pero que están en el fondo emocionalmente en desacuerdo con la interpretación de los mismos. Y al final no hay comunicación sino solo “información” mutua. Se oyen mutuamente y se ponen o no el “me gusta” o “ya no me gusta”.
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[1] Yuval Noah Harari. Homo Deus. Breve historia del mañana. Editorial Debate, 2016. Va a ser nuestra obra cifra de referencia.